
Marcelo Alonso
Strigoi
Se centra en Augusto Pinochet, que no está muerto sino que es un vampiro envejecido. Tras vivir 250 años en este mundo, ha decidido morir de una vez por todas.
El Conde de Pablo Larraín parece demostrar, una vez más, la tesis de que las películas de autor fichadas por Netflix son casi siempre decepcionantes. Esta extraña idea no consigue hincarle el diente al espectador. Desde Bela Lugosi, las películas de vampiros siempre han funcionado de la misma manera: el vampiro es malvado pero encantador, y de alguna manera nos cae bien, cosa que no ocurre con el vampiro asesino, que nos fastidia. Encontramos este patrón con Browning, luego con la Hammer, pero también con John Badham, Francis Ford Coppola o Roman Polanski... ¡y funciona! Quienes han intentado hacer del vampiro un personaje verdaderamente horrible e inquietante han fracasado (Werner Herzog). Hacer de Pinochet un vampiro es acabar con todo el lado grandilocuente de la mitología vampírica. Es un error fundamental que socava toda la película. El ejercicio estilístico, incluso con su sabrosa revelación final, parece tan inútil como a menudo tedioso, con su intrusiva voz en off, desde el momento en que el gran ausente de la película es el propio pueblo chileno. Por lo demás, la elección del blanco y negro parece más una coquetería que otra cosa (como una advertencia: te voy a hacer una película de autor). Técnicamente, la película no vuela muy alto, con una sobredosis de planos de campo y contraplano tan largos como un día de verano en el Ártico, cuyo único toque de luz lo aporta la actriz Paula Luchsinger. En cuanto a la trama, carece cruelmente de interés. De hecho, se adivina la intención del autor: denunciar la dictadura de Pinochet en modo ficción...
Una película extraña, con un aire onírico y un argumento... curioso. Es interesante como Pablo Larrain utiliza la sátira para hablar de Augusto Pinochet en la figura de un vampiro, que a su vez se rodea de otro tipo de vampiros como una metáfora de parásitos.
Cómo mínimo, no deja indiferente.
La fotografía en blanco y negro es preciosa, entre onírica y poética. Es comprensible el reconocimiento del Sindicato de Directores de Fotografía.
El conde es una película dramática y de humor negro protagonizada por Jaime Vadell.
La película sigue a Augusto Pinochet, convirtiéndolo en un héroe revolucionario y vampiro. Tras unos 250 años después, decide morir definitivamente por su complicada situación familiar y su mala y equivocada fama.
Pues me ha encantado el planteamiento, pero sólo eso.
Tenemos a Pinochet, un chupasangre revolucionario, en una película onírica basada en la simbología y la metáfora, describiendo su persona y narrando algunos eventos de su dictadura (la de verdad).
Una sátira que al principio me ha despertado mucho la curiosidad, pero llegado cierto momento, se me ha hecho más bola que una pieza entera de pan bimbo a palo Seco, y ha sido imposible no desconectar. Muy densa, muy pesada, muy pausada, muy loca (dentro de su calma).
Por otro lado, la fotografía ha sido muy elogiada, pero será que no tengo yo la sensibilidad visual para valorar eso. Es cierto que la calidad de imagen es mejor que Tiempos modernos, por ejemplo, pero vamos, más allá de eso tampoco le veo el punto.
Una fantástica idea que se me ha hecho insufrible.
Satirizar a un fascista de mierda como Pinochet imaginando que es un vampiro de cientos de años me parece una idea cojonuda. Pero, como ocurre a menudo, de la idea al resultado final hay un gran camino y "El conde" es definitivamente una cosa. Una película, supongo, porque está grabada como tal y te la presentan como tal, pero una historia cinematográfica yo no la veo. Parece más bien un ejercicio experimental, cine de autor que le llaman. Yo creo que Larraín tuvo un ataque de director porque soñó con la idea de Pinochet siendo vampiro o se le ocurrió en la ducha y dijo, venga, palante, quiero hacerlo. Pero si quería llevar esta idea a la pantalla yo creo que con un corto le llegaba de sobras.
Algo positivo es que la fotografía en blanco y negro y esos rictus serios, primeros planos de caras impertérritas ante las más absurdas, malvadas y extrañas conversaciones, sí transmiten algo. Son adecuadas, que no haya color te lleva rápidamente a una atmósfera gris, antigua y claramente arcaica que es lo que debe transmitir un ser tan repugnante como Pinochet y su entorno. Luego todo lo demás es... inclasificable. Nunca termina de ser una película de terror, ni de comedia ni de cine sociopolítico, sino un extraño híbrido lleno de escenas truculentas, incluso ridículas, y con un humor personal que yo sinceramente no he entendido. ***contenido con spoilers***
He terminado la película sin saber qué me había querido contar Larraín. No he entendido a los personajes. Podría haber sido un filme mucho más mordaz, mucho más inteligente, pero ha querido ser algo como entre la vanguardia y el desconcierto, cubriéndolo todo de esa pátina de intelectualismo tan cargante que al final parece que solo quiere demostrar que sabe hacer cosas "out of the box" solo porque puede, pero sin contar ningún tipo de historia coherente o con mensajes o con emoción. No es para mí.
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