Crítica de Moulin Rouge por MrPenguin

La verdad es que el musical nunca ha sido mi género favorito, pero hay uno al que le tengo un cariño especial; uno que allá a principios de los 2000 me ayudó a empezar a entender el cine como algo más que un simple entretenimiento y que siempre disfruto de igual manera cada vez que lo veo. Estoy hablando de 'Moulin Rouge', un extraño cóctel de colores, luces y excesos con el que Baz Luhrmann reinventaba el mito de Orfeo para trasladarlo a la Francia más bohemia de finales del siglo XIX. Si en el relato clásico Orfeo descendía al inframundo para salvar a su esposa Eurídice, en la película será el joven Christian (un encantador Ewan McGregor) quien, armado tan solo con su voz y sus poemas, se adentre en los infiernos de un decadente club parisino para intentar rescatar a su amada Satine (una arrebatadora Nicole Kidman) de su trágico destino.

Luhrmann, no contento con simplemente adaptar el mito a tiempos más modernos, nos sumerge en un extravagante y delirante festival de luces de neón, estética kitsch, vertiginosos movimientos de cámara y canciones de culto maravillosamente versionadas e incorporadas en la historia. Esta sobrecarga de elementos, sumado al hecho de apenas incluir música original, ha sido siempre el principal foco de críticas de la película desde su estreno, pero personalmente creo que es precisamente ahí, en su habilidad para conjugar y armonizar ese sinfín de estilos e influencias, donde reside la magia de este frenético videoclip de dos horas de duración. Adentrarse entre las bambalinas del Moulin Rouge no es por tanto un viaje para todo el mundo, pero quienes logren conectar con su arriesgada propuesta encontrarán sin duda una caleidoscópica e irrepetible experiencia audiovisual llena de sentimiento, fantasía y temazos musicales para el recuerdo.