Crítica de El exorcista por gjulo

Redactada: 2025-10-29
Publicado en 1971, “El Exorcista”, la novela de William Peter Blatty, irrumpió como un fenómeno inesperado: más de trece millones de ejemplares vendidos solo en Estados Unidos, debates teológicos en televisión, y un eco cultural que trascendía el género literario. No era simplemente una historia de posesión demoníaca, sino una exploración brutal y dolorosa de la fe, la culpa y el miedo a lo inexplicable. Cuando Hollywood decidió adaptarla, los grandes nombres desfilaban por la lista de posibles directores: Stanley Kubrick, Arthur Penn, Peter Bogdanovich, incluso John Boorman, quien acabaría dirigiendo la infame secuela. Pero el propio Blatty, confiando en su instinto, eligió a William Friedkin. Fue una decisión tan arriesgada como inspirada: el documentalista convertido en narrador de lo invisible. Friedkin abordó el proyecto con una intensidad casi demoníaca. Su búsqueda del realismo rozó lo obsesivo: disparos reales en el set para provocar sustos, temperaturas gélidas para que los actores respiraran nubes de vapor auténticas, ensayos físicos extenuantes y decenas de tomas hasta conseguir una emoción exacta. Su perfeccionismo lo llevó a enfrentarse con el propio Blatty, con su equipo técnico y con los intérpretes. Pero en esa locura metódica se gestó uno de los rodajes más legendarios y más infernales de la historia del cine. Friedkin no quería filmar un cuento de terror: quería que el horror se sintiera real, tangible, cotidiano. El resultado fue un largometraje que trascendió su género. Lejos de los clichés de la época, “El Exorcista” no busca provocar sustos fáciles ni complacerse en lo macabro. Friedkin convierte la posesión de una niña en una experiencia casi documental del mal, una metáfora de la enfermedad, de la corrupción del cuerpo y del alma, y de la impotencia humana frente a lo desconocido. Desde sus primeras secuencias, “El Exorcista” nos sumerge en una atmósfera de incomodidad progresiva. La luz tenue, el ritmo pausado, los planos largos y el silencio pesante crean un espacio donde lo inquietante se filtra poco a poco. No hay prisa, no hay artificio. Friedkin deja que el mal se insinúe, que se cuele por las rendijas del hogar, por los sonidos de una casa que se enfría, por el rostro de una madre agotada que ya no sabe si su hija está enferma o condenada. El verdadero horror no está en la levitación o en el vómito verde, sino en la mirada de Chris MacNeil (Ellen Burstyn, conmovedora y quebrada) cuando comprende que algo le está robando a su hija y que la ciencia, la razón, la modernidad, ya no pueden ayudarla. Esa impotencia, esa pérdida de control frente al sufrimiento de un ser querido, es el núcleo emocional del film. Friedkin convierte lo sobrenatural en un espejo de lo humano. En el centro de esta tragedia está Regan, interpretada por una jovencísima Linda Blair. Lo que ella logra, con solo doce años, sigue siendo una proeza: pasar de la dulzura infantil a la monstruosidad absoluta sin perder del todo la inocencia que el mal corrompe. Blair no actúa: se entrega. Su cuerpo se convierte en campo de batalla, su voz (reforzada por la demoníaca interpretación vocal de Mercedes McCambridge) en el vehículo del horror puro. Junto a ella, Jason Miller encarna al padre Karras, un sacerdote y psicólogo devastado por la culpa, que duda de su fe al mismo tiempo que se enfrenta a la muerte de su madre. Su conflicto interior refleja el verdadero tema de la película: no la lucha entre el bien y el mal, sino entre la fe y la desesperación. Frente a él, Max von Sydow, envejecido magistralmente, aporta una serenidad trágica al padre Merrin, ese guerrero anciano que carga con la experiencia del mal como una herida incurable. Cada personaje en “El Exorcista” encarna una respuesta posible al misterio: la negación científica, la duda religiosa, la entrega desesperada o la aceptación fatalista. Friedkin no ofrece respuestas; las pone a convivir en un espacio donde ninguna certeza sobrevive. Visualmente, “El Exorcista” es una lección de composición y ritmo. Friedkin utiliza una puesta en escena austera, un estilo sobrio, controlado y esencial, evitando adornos o excesos visuales, lo que da a la película un tono serio, realista y profundamente inquietante: planos fijos, zooms lentos, cámara en mano antes del Steadicam, montaje seco y sin adornos. La secuencia del exorcismo, con su tempo casi en tiempo real, es una coreografía del desgaste, una batalla espiritual filmada como si fuera física. Cada repetición de la fórmula sagrada (El poder de Cristo te obliga) es menos un acto de fe que un grito de resistencia frente al sinsentido. La famosa música de Mike Oldfield, “Tubular Bells”, apenas aparece un par de minutos, pero su breve intervención ha quedado grabada para siempre en la memoria colectiva. Ese motivo hipnótico, repetitivo, casi clínico, refleja a la perfección el tono de la película: un terror frío, cerebral, que no busca asustar sino inquietar. Aunque su reputación la ha convertido en “la película más aterradora de todos los tiempos”, “El Exorcista” es mucho más que eso. Es una reflexión sobre la locura, la pérdida, la muerte y la fe. Es la representación del mal como enfermedad invisible, como espejo de la culpa humana. Es, también, una mirada lúcida sobre el misterio que rodea nuestra existencia. Friedkin no celebra la religión ni sataniza la ciencia: ambas se revelan igualmente impotentes frente a lo inexplicable. Su ambigüedad es lo que la mantiene viva. El mal podría ser demoníaco o psicológico, la posesión real o un colapso mental colectivo. Friedkin nunca lo aclara, y ese vacío interpretativo es precisamente lo que hace que la película siga perturbando medio siglo después. A pesar de los intentos fallidos de ampliarla o modernizarla (como la versión extendida de 2001 con sus innecesarios efectos digitales y explicaciones redundantes), el original conserva intacta su fuerza. Su crudeza, su ritmo contenido y su falta de complacencia la hacen única. “El Exorcista” no es simplemente una película de terror; es una obra sobre la fragilidad del alma humana frente al misterio. Friedkin no filmó demonios: filmó la desesperación. En su centro no hay sustos, sino preguntas; no hay redención, sino un reflejo oscuro de nuestra condición. Pocos largometrajes han logrado mantener ese equilibrio entre lo espiritual y lo visceral, entre lo humano y lo infernal. Medio siglo después, sigue siendo una experiencia cinematográfica inquebrantable, una meditación sobre el miedo y la fe que trasciende su tiempo y su género.Porque, al final, “El Exorcista” no trata del diablo, sino de nosotros, de nuestra necesidad de creer, de dudar, de buscar sentido incluso en la oscuridad. Y ahí radica su verdadero poder: en recordarnos que el mal más temible no siempre viene de fuera, sino de lo más profundo del alma.


Nota: Crítica reescrita y adaptada de un trabajo universitario que realicé sobre “El Exorcista”.
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