En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que anduvo un cineasta de los de estilo en entredicho, desbordante imaginación y sueños imposibles. Tan imposibles como para haber llevado a su dueño, el siempre inclasificable Terry Gilliam, a la titánica odisea de tomar la más emblemática obra de Miguel de Cervantes y reimaginarla, en un curioso ejercicio metarreferencial, a través de los ojos de Toby Grummett, un joven director cuya propia aventura cinematográfica, aquí reducida a un pequeño rodaje en tierras españolas, acabará enredándose entre los delirios de un anciano zapatero que asegura ser, para sorpresa de nuestro protagonista, el mismísimo Don Quijote. Una ambiciosa propuesta donde realidad y ficción, como ya sucediera en la novela cervantina, se funden en una desconcertante epopeya con la que el director, tras dedicar casi un cuarto de siglo a sacar el proyecto adelante, rinde su particular homenaje tanto al atemporal clásico literario como, de algún modo, a sus numerosos —y fallidos— intentos por trasladarlo a la gran pantalla.
El resultado, quizás lastrado por su accidentada producción, se traduce en una empresa tan admirable como arriesgada donde Gilliam, fiel a sus habituales obsesiones estilísticas, nos ofrece lo que podríamos considerar como su propia reinterpretación del caballero de la triste figura. Algo que comienza perfilándose como una interesante exploración de la locura quijotesca y que, con el paso de los minutos, parece dirigirse hacia un errático laberinto conceptual que se divide entre el barroquismo onírico, la aventura surrealista y, para variar, un más que cuestionable retrato de la España rural. Lo único que nos queda, al final, es dejarnos llevar tanto por su caótica sucesión de capas metanarrativas como, sobre todo, por el buen hacer de unos sólidos Jonathan Pryce y Adam Driver que logran, al menos hasta cierto punto, que sea más fácil conectar con el intenso desfile de excesos que Gilliam nos tiene reservado. Extraña reescritura para un personaje cuyo eterno legado, por mucho que así lo sugiera el título, seguirá cabalgando contra viento y marea, entre molinos y gigantes, hasta el fin de los tiempos.
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