Crítica de La tumba de las luciérnagas por MrPenguin

Para muchos, el nombre de Isao Takahata pasará principalmente a la historia por haber dirigido hitos televisivos como 'Lupin III', 'Heidi' o 'Marco', pero, si hay un título por el que será recordado como uno de los grandes genios de la animación universal, ese es sin duda 'La tumba de las luciérnagas', un devastador relato antibelicista sobre lo peor y lo mejor del ser humano. La película, basada en la novela homónima de Akiyuki Nosaka, nos traslada hasta el Japón de finales de 1945 para contarnos la historia de Seita y Setsuko, dos jóvenes hermanos que tratan de sobrevivir en un país arrasado por los bombardeos y las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. Un crudo escenario en el que Seita, en su papel de hermano mayor, hará todo lo posible para proteger a la pequeña Setsuko, de apenas cuatro años, y así intentar preservar su infancia en una realidad capaz de destrozar incluso algo tan sagrado como la inocencia de un niño.

Ese choque entre extremos opuestos permite que la película, sin necesidad de recurrir a la lágrima fácil, vaya construyendo poco a poco un desgarrador equilibrio entre la desolación de la guerra, el egoísmo de los que la aprovechan en su propio beneficio y la frágil mirada de todos aquellos que la sufren. Una dualidad que se mantiene a lo largo de todo el metraje y que, al fin y al cabo, no es más que el reflejo de un trágico momento del que todos parecían querer escapar de alguna manera; unos perdiéndose en sus propios delirios belicistas y otros refugiándose en sus particulares burbujas de fantasía. Durísima radiografía social, tan bellamente animada como emocionalmente desoladora, que sirve no solo como un necesario y atemporal recordatorio de los horrores de la guerra, sino, sobre todo, como un más que merecido homenaje a todas aquellas luces que fueron injustamente apagadas, enterradas y olvidadas bajo las capas más miserables de la degradación humana. Y es que al final nunca podremos evitar que la vida de una luciérnaga deje de ser menos efímera, pero sí recordar lo mucho que brilló cuando tuvo ocasión de hacerlo.