
Sharon Stone
Jesse Huston
Allan Quatermain, un famoso cazador, emprende un safari por el corazón de Africa. Al mismo tiempo, Elizabeth Curtis, acompañada de su hermano John, se interna en la zona más inhóspita del continente para buscar a su marido, desaparecido mientras buscaba las minas del Rey.
Justo en plena fiebre del género de aventuras, cuando el látigo de Indiana Jones aún restallaba con fuerza en los cines de medio mundo, la Cannon Films, conocida principalmente por sus producciones de serie B, quiso aprovechar el tirón del personaje para, con un poco de suerte, crear su propia saga de cazatesoros. A fin de cuentas, ya existían otras películas similares, como la siempre reivindicable 'Tras el corazón verde', que estaban funcionando realmente bien, así que era lógico pensar que bastaría con repetir esa misma fórmula, la del intrépido aventurero y la damisela en apuros, para dar lugar a un nuevo éxito en taquilla. La jugada fue tan descarada que incluso contaron con John Rhys-Davies —actor recurrente en las aventuras de Indy—, solo que en un papel antagónico y al servicio de una historia mucho más preocupada por encadenar momentos llamativos, al menos dentro de su limitado presupuesto, que por crear algo con personalidad.
Tanto es así que la historia, vagamente inspirada en la novela homónima de H. Rider Haggard, era solo la excusa sobre la que J. Lee Thompson, veterano director ya curtido en el género, daba forma a todo un festival de clichés que no hacía sino replicar, cuando no directamente calcar, muchas de las grandes escenas ya vividas por Indiana en sus dos primeras entregas. Todo ello, claro está, con menos recursos, apostando por una impostada espectacularidad que a menudo rozaba la fumada absoluta y, eso sí, con cierto tono de autoconsciencia, rozando casi la parodia en ocasiones, hacia ese airecillo cutre que tanto Richard Chamberlain como Sharon Stone, ambos bastante carismáticos en sus papeles, se encargaban de trasladar a su divertida dinámica de tira y afloja. Nada mal para este Indy de baratillo, fiel compañero de tantos y tantos aventureros de sofá, cuya mayor hazaña siempre será el haber sobrevivido, que no es poco, a incontables siestas de sobremesa.
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