No brillaba por su animación, por la profundidad de sus historias ni por contar con un gran desarrollo de personajes, pero está claro que hablar de 'Doraemon' es hacerlo de una de esas series míticas que tienen algo especial. Algo único, casi mágico, que hacía que miles de niños dejasen de lado sus deberes (para esto tampoco hace falta mucho, todo sea dicho) y alargasen sus meriendas hasta el infinito para pasar las tardes pegados al televisor. Y lo curioso es que los capítulos eran increíblemente repetitivos, pero nos daba igual porque, pese a todo, era fácil compartir sueños con el papanatas de Nobita, ese niño perezoso, cansino y llorica que siempre estaba dándole la brasa al zampabollos de Doraemon, un gato robótico venido del siglo XXII que, con tal de dejar de escuchar los lamentos del chaval y poder comerse sus dorayakis en paz, le daba algún cachivache futurista para que aprobara un examen de matemáticas, escapara de algún matón o se partiera la crisma por jugar con chismes de altísima tecnología.

Pero entonces... ¿cómo es posible que un anime basado siempre en la misma premisa y con el niño más ahostiable de todo Japón como protagonista haya tenido tanto éxito? Pues quizás por lo que comentaba antes: porque todos, en mayor o menor medida, hemos deseado tener ese amigo que resolviese nuestros problemas por arte de magia. Y sí, está claro que Nobita no es desde luego un cúmulo de virtudes y, de hecho, está lejos de situarse como un buen ejemplo a seguir para los más pequeños (salvo que quieran acabar convertidos en flojeras profesionales), pero los fregaos en los que se metía siempre dejaban ese hueco para vernos reflejados al tiempo que la serie, aun con sus evidentes altibajos, se mantenía fiel a su propósito de entretener, estimular la imaginación y acompañar a todos esos niños que también odiaban el colegio por unas u otras razones. Solo me queda decir que gracias por todo, gato cabezón. Te faltó darle un par de tortas a tiempo a Nobita, pero gracias de todos modos.