Creía que Quentin Dupieux ya no podía sorprenderme más de lo que lo hizo con 'Mandíbulas' (película en la que dos amigos quieren amaestrar a una mosca gigante con fines delictivos), pero eso es porque todavía no había visto 'Rubber', la disparatada historia de una rueda asesina con poderes telekinésicos. Tan demencial y absurda como suena, aunque apoyada a su vez sobre una base crítica con la que el director francés, sacando a relucir su faceta más afilada y tocapelotas, logra aportar más lecturas a este continuo sinsentido hecho cine. Dupieux no se queda solo en la obvia parodia hacia el sobreexplotado género de terror y todos sus clichés, sino que va un paso más allá para realizar un curioso ejercicio de metaficción donde el público, aquí encarnado en un variopinto grupo de personajes que ven las aventuras de nuestro neumático homicida desde la distancia, será representado como esa masa de entes caprichosos, impredecibles y con la suficiente autoridad moral como para encumbrar o destrozar cualquier obra cinematográfica.

A falta de una narrativa más convencional, 'Rubber' toma esa vertiente satírica y, para bien o para mal, la lleva al extremo hasta sus últimas consecuencias. Y no es que no vayamos a ser testigos del nacimiento de este singular serial killer, del despertar de su gusto por la sangre ni de sus cómicos asesinatos, pero, conforme pasen los minutos, la película irá explorando cada vez más su particular universo de metarrealidad hasta el punto de cuestionarse incluso su propia existencia. ¿Cuál el el fin de toda creación? ¿Es simplemente una expresión artística, un mero producto o debe haber equilibrio? Dupieux lanza todas estas cuestiones y ninguna respuesta, porque, al fin y al cabo, esta es su película y hace con ella lo que quiere, aunque sea a base de desafiar toda lógica posible. A ratos divertida, a ratos cansina y siempre desconcertante, 'Rubber' se consagra así como una de las cimas más absurdas del metacine moderno y, tal y como se nos adelanta en su revelador prólogo, como un homenaje al elemento estilístico más poderoso: la sinrazón.