Lo reconozco, soy esa clase de sinvergüenza que, pese a declararse como un gran amante de la animación, jamás había visto 'Lilo & Stitch'. Pero, como suele decirse, nunca es tarde si la dicha es buena y por fin he podido disfrutar de las entrañables aventuras del experimento 626: un pequeño y amorfo monstruito azulado que es exiliado de su planeta natal y que, por accidente, acaba estrellándose en el principal punto turístico de la Tierra para extraterrestres y bichos espaciales: Estados Unidos. Al menos esta vez ocurre en un lugar tan poco habitual como Hawaii; un paradisíaco paisaje donde Lilo, una niña rebelde, extremadamente enérgica y fan número 1 de Elvis, encontrará al fugitivo alienígena —al que bautiza como Stitch— y se lo llevará a la casa en la que vive junto a su hermana mayor, Nani. Una familia pequeña y algo desestructurada cuyo particular microcosmos, ya bastante movidito de por sí, se pondrá patas arriba gracias a la incontenible ansia destructiva de Stitch.

El resultado de tan curiosa propuesta es uno de los títulos más originales de Disney; una rareza dentro de su filmografía que consigue aunar comedia, ciencia ficción y drama familiar a partes iguales y, al mismo tiempo, invitarnos a un continuo juego de contrastes entre la parte más tradicional de la factoría y su lado más rupturista. Esto no solo se aprecia en esa fusión entre temática espacial y ambientación isleña, sino también en la forma en la que su colorido estilo artístico, de trazos sencillos y fondos de acuarela, convive con el humor gamberro que desprenden Lilo y Stitch en sus interacciones. Es como un libro de cuentos en su apariencia, solo que protagonizado por dos seres inadaptados que encuentran refugio el uno en el otro. Una película divertida, tierna, con una fantástica selección musical y llena de encanto que nos recuerda la importancia de las segundas oportunidades y el valor de los lazos afectivos sean o no sanguíneos. Porque «ohana» significa familia; y familia, desde luego, significa todo un mundo para cualquiera.